Eduardo III Plantagenet



Eduardo III Plantagenet (castillo de Windsor, 13 de noviembre de 1312-palacio de Sheen, 21 de junio de 1377) fue rey de Inglaterra desde el 1 de febrero de 1327 hasta su muerte. Restauró la autoridad real tras el desastroso reinado de su padre Eduardo II y convirtió el Reino de Inglaterra en una de las más importantes potencias militares de Europa. Durante su reinado se emprendieron importantes reformas legislativas y gubernamentales —entre las que destaca el desarrollo del parlamentarismo— y se produjo la epidemia de peste negra. Eduardo fue coronado a los catorce años, tras el derrocamiento de su padre. A los diecisiete encabezó un golpe de Estado contra el regente y consorte de su madre, Roger Mortimer y comenzó a reinar por sí mismo. Una vez en el trono, luchó con éxito en Escocia en cuyo trono impuso a Eduardo de Balliol (1332-1336). 

Habiéndose extinguido la rama principal de la dinastía capeta en Francia (1328) —a la que pertenecía—, Eduardo afirmó tener derecho al trono francés a través de su madre Isabel, hermana de los últimos reyes de la dinastía: Luis X, Felipe V, y Carlos IV. Pero como la ley sálica excluía a las mujeres de la sucesión, obtuvo la corona francesa Felipe VI de Valois, miembro de una rama colateral de la familia. El hábil rey inglés afirmó que por la fragilitas sexus, las mujeres estaban, en efecto, excluidas del trono, pero que podían transmitir sus derechos sucesorios a sus hijos. No obstante, Eduardo aceptó el hecho consumado y prestó homenaje al nuevo rey por su ducado de Guyena, para asegurar con ello la paz con Francia y evitar la intervención de esta en los asuntos de Escocia, que el rey trataba arduamente de someter; las campañas escocesas resultaron infructuosas y Francia mantuvo la liga con Escocia. Debido a la importancia económica y militar del ducado de Guyena, el rey francés decidió poner en apuros a Eduardo al mantener su injerencia en los asuntos del ducado y apoyar la rebelión en Escocia, diplomáticamente primero, y con el envío de tropas para mantener su independencia después. Por su parte, Eduardo buscaba dominar el condado de Flandes, vasallo de Francia, pero cuya industria pañera dependía de la lana inglesa. 

Primero trató de instaurar una unión personal mediante el casamiento de su hijo Edmundo con Margarita, condesa de Flandes y viuda de Felipe de Rouvres, duque de Borgoña, pero el papa Urbano VI se negó a dar la dispensa para el matrimonio por el parentesco de ambos. Luego, alentó la sublevación de Jacobo van Artevelde, que pactó con él, asegurándose el suministro de lana y enviando al exilio en Francia a Luis, conde de Flandes; en su ausencia nombró gobernador del territorio al barón Simón de Mirabello (van Halen), cuñado de Luis y consuegro de Van Artevelde. El rey francés consideró hostil este acto y, ante el Parlamento, procedió a confiscar el ducado de Guyena a Eduardo; este, en respuesta, renegó del vasallaje prestado al rey, reclamó sus derechos al trono francés y envió a París un desafío en el que escribió una frase que sería famosa: «para Felipe, el que se llama a sí mismo rey de Francia» (1337). Comenzaba así la guerra de los Cien Años. 

El ejército inglés estaba mejor entrenado y equipado, con poderosa artillería y caballería, que el francés. Gracias a su pacto con los burgueses flamencos, penetró en Francia por el condado de Flandes, con la ayuda de estos y la promesa de la del emperador de Alemania. Felipe VI había enviado un ejército para cortarle el paso en el antepuerto de La Esclusa, en Brujas, pero fue vencido. El posterior asalto inglés a Tournai fracasó por el agotamiento de las tropas y la falta de la colaboración imperial convenida, por lo que Eduardo tuvo que firmar las treguas de Esplachin. La guerra pudo acabar allí, pero la disputa dinástica en el ducado de Bretaña sirvió de excusa para reanudarla. 

Eduardo III desembarcó en Normandía y emprendió una feroz cabalgada por Francia. Felipe VI partió en su persecución y lo alcanzó en Crécy, donde, pese a no estar preparados, los ingleses consiguieron una aplastante victoria (1346). Al año siguiente, tomaron Calais —que conservaron doscientos años—, y la peste negra obligó a Felipe VI a establecer una tregua, que duró siete años (1347-1354). Al reanudarse la contienda, las operaciones militares las dirigieron nuevos jefes: por parte francesa, el nuevo rey Juan II el Bueno, sucesor de su padre Felipe VI, muerto en 1350; por la inglesa, Eduardo, príncipe de Gales, primogénito de Eduardo III y conocido como el «Príncipe Negro». 

Durante los siguientes seis años, continuaron las depredaciones inglesas, que Juan II trató de frenar infructuosamente en la batalla de Poitiers (1356), en la que fue completamente derrotado, pese a su superioridad numérica, gracias a la brillante acción militar del Príncipe Negro. Además, el propio monarca francés cayó prisionero, ante la total conmoción de Europa. En 1360, se firmó el Tratado de Brétigny. Juan II fue liberado, y Eduardo III conservó la provincia de Calais y obtuvo los ducados de Guyena y Aquitania —en total, casi un tercio del reino de Francia—, de las que nombró lugarteniente al Príncipe Negro; pero también se estipuló que renunciaba a todo derecho a la corona de Francia. 

En el lugar del rey Juan II quedaron presos familiares suyos, pero como uno de ellos escapó, el monarca consideró su deber caballeresco el regresar al cautiverio, en el que murió en 1364. Entretanto, Eduardo III afirmaba su autoridad en Inglaterra: en 1363, firmó un tratado con su cuñado David II, rey de Escocia, por el cual, si este moría sin herederos, la corona pasaría a manos suyas. Tres años más tarde, en 1366, Eduardo desconoció la autoridad del papa en el reino de Inglaterra, vasallo de la Iglesia desde 1213. 

Los últimos años de su reinado estuvieron marcados por reveses internacionales y luchas internas, causados en gran medida por la mala salud del monarca. La suerte de la guerra en Francia cambió para los ingleses: el delfín y ya rey Carlos V el Sabio, regente del reino desde la batalla de Poitiers, aprovechó la «paz» para reorganizar el gobierno central; para evitar luchas internas, envió a Castilla las llamadas «compañías blancas», al mando de Bertrand du Guesclin, para apoyar a Enrique de Trastámara en su lucha contra su hermano Pedro I el Cruel. La excusa de Carlos para intervenir en Castilla fue la muerte de Blanca de Borbón, hermana de su esposa, Juana de Borbón, primera esposa de Pedro I, asesinada por orden suya. Eduardo III entonces encargó a su hijo el Príncipe Negro defender al rey Pedro I, con lo que la guerra entre franceses e ingleses continuó, pero en diferente lugar. Du Guesclin derrotó a los ingleses y el de Trastámara ascendió al trono como Enrique II de Castilla tras matar a Pedro I en los campos de Montiel (1369). Al no recibir su sueldo de parte del asesinado monarca castellano, el Príncipe Negro exigió el tributo correspondiente a sus ducados de Guyena y Aquitania. Carlos V acudió en auxilio de ambos ducados, lo que suscitó la furia del Príncipe Negro. Carlos arguyó que Eduardo III había infringido el Tratado de Bretigny al no rendirle homenaje y le declaró de nuevo la guerra. 

Esta vez, los franceses obtuvieron una brillante victoria, con la ayuda de Castilla, en La Rochela, por lo que tuvo que firmarse el Tratado de Brujas (1375), en el que Eduardo III renunció a todas sus posesiones francesas, conservando solamente Calais, Burdeos, y Bayona. La reina Felipa había fallecido en el castillo de Windsor el 15 de agosto de 1369. Desde su muerte, el rey cayó bajo el influjo de su amante, Alicia Perrers, quien, junto con Juan de Gante, tercer hijo del rey, controlaba el país, aún más desde la derrota en Francia, cuando el monarca, aquejado de senilidad, dejó el poder totalmente en sus manos. El Príncipe Negro murió en el palacio de Westminster, el 8 de junio de 1376. Fue un golpe del cual el rey jamás se repuso. El Parlamento aprovechó para decretar el destierro de la Perrers. 

Eduardo III falleció en el palacio de Sheen, en Surrey, el 21 de junio de 1377, a los 64 años de edad, apenas trece días después del primer aniversario de la muerte de su primogénito. Fue sepultado en la abadía de Westminster. Lo sucedió su nieto Ricardo, hijo del Príncipe Negro. Eduardo fue un hombre de mucho genio, aunque también capaz de dar numerosas muestras de clemencia. En muchos aspectos fue un rey convencional, interesado principalmente en asuntos bélicos. Los historiadores liberales (whigs) rompieron con la visión tradicional de Eduardo —que le presentaba como un rey excelente— y le acusaron de ser un aventurero irresponsable. En la actualidad este punto de vista ha sido abandonado y la historiografía moderna lo valora muy positivamente.

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