Agustín de Hipona

Nacimiento: 13 diciembre 354 en Tagaste Muerte: 28 agosto 430 en Hipona

Aurelio Agustín, la figura más importante de la filosofía cristiana de la antigüedad; nació en Tagaste (hoy Souk-Arhas, en Argelia), ciudad de Numidia, en el África proconsular romana, de padre pagano y madre cristiana, santa Mónica. Fue educado en Tagaste y Madaura y estudió retórica en Cartago; leyendo a Cicerón se inició en la filosofía y se cuenta que uno de sus diálogos, el Hortensius, hoy perdido, le llevaría más tarde a convertirse al cristianismo. En su juventud fue seguidor del maniqueísmo, en el que inicialmente le pareció hallar respuesta a sus dudas sobre el mal en el mundo. Desencantado de la secta, se dirigió a Roma, donde se adhirió al escepticismo de la Academia nueva y al epicureísmo, y donde enseñó retórica, para pasar luego a Milán. Leyó por esta época a algunos autores neoplatónicos y probablemente las Enéadas de Plotino, que constituyeron sus nuevas raíces filosóficas y que, junto con la conversión al cristianismo -recibió el bautizo de manos de san Ambrosio de Milán, en el 386, a los 31 años de edad- marcan los dos focos -neoplatonismo y cristianismo- en que se centra todo su pensamiento posterior, ocupado en la búsqueda de la conciliación de fe y razón. Se retiró por un tiempo a Cassiciacum (hoy Cassago, en Brianza), con su madre, Mónica, su hermano, su hijo Adeodato y unos amigos, y allí escribió sus primeras obras: Contra los académicos (los escépticos), La vida feliz, Soliloquios. Quiso regresar a África (387), pero la muerte de su madre le obligó a quedarse un año en Roma, donde comenzó a escribir Sobre el libre arbitrio. Llegó finalmente a Tagaste en el 388, fundó un monasterio y escribió El maestro, un diálogo didáctico, y La música, obras de estilo cercano al de las escritas en Cassiciacum.  

Ordenado sacerdote (391) y luego obispo de Hipona (396), la actual Annaba, inició su producción literaria de mayor importancia, como defensor y expositor de la fe cristiana, al escribir primero contra los maniqueos: Sobre el libre arbitrio (388 y 391-395), La verdadera religión (390); contra los donatistas, cristianos puritanos que hacían depender la validez de los sacramentos de la intención del ministro: Contra Gaudencio, obispo de los donatistas; y contra los pelagianos, seguidores de Pelagio, para quien el hombre, al no tener pecado original, podía él solo, sin la gracia divina, realizar obras buenas: El espíritu y la letra (412), Sobre las hazañas de Pelagio (417). A esta época pertenecen también otras grandes obras y tratados: La trinidad (399-419), Confesiones (397), obra literariamente importante, y su gran obra apologética La ciudad de Dios (413-427). En Retractaciones (426-427), Agustín revisa algunas doctrinas anteriores. 

Vista en su conjunto, la obra filosófica de Agustín de Hipona significa el primer esfuerzo importante de armonizar la fe y la razón, la filosofía y la religión, esfuerzo al que se da históricamente el nombre de filosofía cristiana, que ya había empezado con los llamados padres de la Iglesia y que, en realidad, continuó durante la alta y la baja Edad Media, dando origen a la filosofía escolástica. La característica interna propia del pensamiento de Agustín de Hipona es el carácter de converso que manifiesta en todo momento: es a partir de la fe que todo ha de explicarse; la fe, que no requiere justificación alguna exterior a ella misma, es el fundamento natural de la razón, débil por el pecado. Por eso, proclama el lema Credo ut intelligam: creo para entender, que dominará durante la primera parte de la posterior filosofía medieval. No obstante, el hecho mismo de fundar la comprensión racional en la fe obliga a cierta comprensión o reflexión racional de algunos aspectos fundamentales de la misma fe. Ésta es la razón de que el «creo para entender» llevara históricamente a alguna forma de «entiendo para creer», que parece más propia de la Escolástica ya desarrollada. Lo que propiamente excluye la filosofía agustiniana no es la reflexión personal, sino todo contacto con la filosofía «pagana» como punto de partida para la fe; no hay otro punto de partida que la revelación

Procedente también del carácter de conversión que tiene el pensamiento agustiniano, debe destacarse su tono intimista y subjetivo. A la verdad se llega por un camino interior, parecido al de la conversión, y aquélla no puede prescindir de una iluminación divina (ver texto ). En la teoría del conocimiento de Agustín, que expone contra los Académicos, o escépticos, la posibilidad de alcanzar la verdad reside en la posibilidad misma de descubrir en el alma verdades eternas (sólo lo eterno es verdadero), y el procedimiento para alcanzarlas es más un proceso de iluminación interior, que de reminiscencia al modo platónico: por reflexión del alma sobre sí misma, que se conoce como imagen de Dios y conoce al mismo tiempo a Dios creador de las ideas y del alma. 

En esta búsqueda de la verdad hay momentos parecidos al de la duda de Descartes: «si me engaño, existo» (ver texto ). Siguiendo, además, la metáfora platónica del Bien y la luz, sostiene que lo inteligible lo es porque está iluminado «por una cierta luz incorpórea», que identifica con Dios, ser inteligible por excelencia que hace inteligibles todas las cosas. Dando un sentido ontológico a la verdad la identifica con Dios: Dios es la verdad subsistente y es también la verdad de las cosas, porque éstas son creadas de acuerdo con las ideas divinas, esto es, las ideas en la mente divina de todas las cosas que pueden existir, y que son las causas ejemplares de todas las cosas, tanto de las que Dios crea con el tiempo, como de las que crea en el tiempo, en las razones seminales, a modo de entidades futuras inspiradas en la noción de emanación sucesiva de Plotino y los logoi spermatikoi de los estoicos (ver texto )

El tiempo, la temporalidad, supone la posibilidad del mal en el mundo. La idea es de Plotino: la materia es la fase final de la emanación, donde toda la potencia del Uno y del Bien se agota; lo más alejado del principio, del ser, es el no-ser, el mal que debe ser entendido ontológicamente como privación o ausencia del bien, no como algo que ha sido creado sustantivamente por Dios. Depende de la libertad de la acción humana, y existe no como realidad pero sí en la realidad de la acción humana (ver texto ). La existencia de la libertad humana que se despliega en la temporalidad junto con la posibilidad real de salvación que Dios también lleva a cabo en la historia, como plan de salvación, le hace concebir el tiempo y la historia como un escenario de la lucha entre dos principios, el del bien y el del mal, que libran en él su batalla. 

La Ciudad de Dios es la primera obra de filosofía de la historia, aunque su planteamiento sea primariamente teológico. Escrita para analizar el fenómeno de la decadencia del Imperio Romano de Occidente y acallar las voces de quienes culpaban de ello al cristianismo, hace de la historia el escenario de la libertad humana en su lucha entre el bien y el mal; el suceso importante no es la caída del Imperio Romano ni nada de este mundo, sino la encarnación del Verbo, que hace posible la salvación humana y hecho a partir del cual han de juzgarse todas las cosas, mientras que el tiempo es el espacio en perspectiva lineal, con un comienzo y un final establecidos por Dios, en donde los sucesos, las cosas y las decisiones humanas toman sentido por la aceptación o rechazo que suponen de la «ciudad de Dios» o de la «ciudad terrena», elección que se decide por el «amor de Dios» o el «amor de sí mismo» (ver texto ). 

Lo que recibió el nombre de «agustinismo político» echa raíces en la visión agustiniana de predominio de la ciudad celeste sobre la terrena, y de la Iglesia sobre el Estado. La polémica contra los donatistas de su tiempo llevó a Agustín a admitir el uso de la fuerza del Estado para imponer las creencias religiosas.

Teoría  de la iluminaciín

Teoría epistemológica que sostiene que sólo hay conocimiento si de alguna manera el entendimiento humano recibe ayuda del entendimiento divino; esta ayuda se concibe metafóricamente a modo de luz. La propone por vez primera Agustín de Hipona al afirmar que el origen de la verdad y del conocimiento es Dios. El hombre llega al verdadero conocimiento por un punto de contacto interior con «la Verdad», en la razón o el alma, que es imagen de Dios, a donde llega la iluminación divina. Tal iluminación, que se ha intentado explicar de muy diversas maneras, ha de ponerse en relación con la teoría de la reminiscencia platónica -conocer es recordar ideas-, en la que se sustituye el «recordar» por el reconocer una concordancia y una relación entre la idea que está en el alma y las razones (formas o especies) de la mente divina. Esta concordancia, que se alcanza por la pureza de vida, supone que el hombre participa, en la posibilidad de conocer la verdad, de uno de los atributos divinos. Malebranche renueva la tesis del iluminismo sosteniendo que el hombre alcanza el conocimiento de las verdades fundamentales percibiéndolas directamente «en Dios», lo cual no es sino una aplicación epistemológica de su ocasionalismo; a esta postura se la llamará más tarde ontologismo.

(del griego λόγος σπερματικὸς, logoi spermatikoi, de la raíz sper-, que significa difundir o derramar) Para los estoicos son principios creadores u operativos: la physis (φύσις) se desarrolla según un plan que se halla en los logoi spermatikoi y que se realiza a medida que van surgiendo las cosas. El pneuma contiene las semillas de todas las cosas, y todo cuanto existe, ha existido o existirá, está contenido en dichas semillas, de forma que la realidad es un despliegue determinista de las potencialidades contenidas en ellas. De esta manera, un único logos(λόγος) universal, físicamente constituido por el fuego, contiene en sí todas las formas de las cosas. Un precedente de la concepción estoica (cuya vinculación con el fuego recuerda los elementos del mito de Prometeo), se halla en la panspermia de Anaxágoras, para quien en todo hay semillas de todo. La tradición neoplatónica acepta la tesis estoica de los logoi spermatikoi, o razones seminales, como se traducirá en la tradición latina, que contienen a las cosas como «semillas». Pero, a diferencia de los estoicos, Plotino afirma que dichas razones seminales se hallan en el alma. 

Para san Agustín, que traduce y acomoda a las ideas cristianas la mayor parte de las tesis del neoplatonismo, los logoi spermatikoi están latentes en los elementos cósmicos como semillas de todas las cosas que nacen a la vida corporal. Según él, Dios creó el mundo por su palabra, y depositó en la materia las rationes seminales de todos los seres futuros. Por ello, todas las especies vivas son inmutables, se corresponden con las ideas divinas y están en la materia desde la creación (ver fijismo). Tomás de Aquino explica por medio de las razones seminales la actuación de Dios en los milagros: son principios activos de la actividad natural de las cosas que Dios deja en suspenso cuando acaece un milagro.

Ejemplarismo

La doctrina de Platón acerca de que las ideas, o las formas, son paradigmas, arquetipos o modelos de las cosas sensibles, existentes separadamente (ver cita). En la Edad Media, el filósofo escolástico Buenaventura de Bagnoregio desarrolla una metafísica ejemplarista, fundada en esta doctrina, tal como la interpreta Agustín de Hipona, quien hace de las ideas platónicas las ideas que están en la mente divina antes de toda creación y que representan todo lo que ésta puede ser. Buenaventura las identifica con el Logos, o Palabra, segunda persona de la Trinidad, de acuerdo con la cual todo fue creado y que, a la vez, es «la luz que ilumina a los hombres» (Juan 1, 4). Ello equivale a reconocer la presencia de lo divino en la naturaleza, que es sombra del Creador, mientras que las cosas son sus vestigios, o huellas, y el hombre, su imagen.


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